Conocí el archipiélago de San Andrés en la época en la que aún era factible recorrer sus playas en las noches y sus esquinas permanecían exentas de parrilleros de arepa y chorizo. Grabadas en mi memoria están la decencia y amabilidad de los raizales; los días de playa en arena blanca y mar de siete colores, el chancleteo de las tardes de ‘shopping’; el inconfundible aroma de huevo descompuesto del agua dulce pobremente tratada, y los consabidos racionamientos de luz.
En la actualidad, e independiente del fallo de la CIJ (Corte Internacional de Justicia) del pasado 19 de noviembre en la que se excluye de nuestra soberanía nacional el Meridiano 82 y el Paralelo 15, algunos aspectos de mis memorables recuerdos de San Andrés aún permanecen sin resolver. Motivo por el cual me sonrojé al leer en el portal digital de la revista Semana las apreciaciones concebidas por el presidente Santos con el fin de ‘rediseñar el futuro del Archipiélago’ (el que años más tarde resultaría buche y pluma no más).
El asunto es que cuando se meditan en retrospectiva los últimos 33 años de la gestión de nuestros dirigentes o de la historia del Archipiélago, cabe la pregunta: ¿Cuántos de los asuntos pendientes son consecuencia de oportunidades desperdiciadas (proyectos de infraestructura, salud, educación y demás sectores, no realizados) y cuántos son el resultado de labores pobremente planificadas y mal ejecutadas?
Debe entonces el presidente Santos, y antes de que se esfumen los 170.000 millones de pesos que están actualmente en ejecución de proyectos, tal cual previa concepción e implementación de un proyecto de gran envergadura que le dé un rediseño de su futuro, examinar los porcentajes de cuáles causas persiguen y en qué invierten su tiempo los funcionarios públicos adscritos a ese pedacito de paraíso.