El espectacular corto, “Body Shop”, a favor de la planta de ensamblaje Flins, el más antiguo centro industrial de Renault, en el que se ensambla el Clio IV y el ZOE, tal cual manufactura de autopartes para otras plantas de Renault y Nissan, me hizo recordar el “Powershift” de Alvin Toffler. No podemos evitar recordar estas experiencias a medida que casi a diario vemos noticias de las nuevas fábricas que están entrando en funcionamiento. Porque el poder está cambiando en los lugares de trabajo y las cosas nunca serán las mismas que antes.
Durante los años que pasé como trabajador en talleres y fundiciones, hubo una temporada que estuve en una cadena de montaje de automóviles. Incluso ahora, cuando ya ha pasado más de un tercio de siglo, no he olvidado cómo nos sentíamos —en especial el angustioso impacto de la aceleración—. Cada día, desde el momento en que la sirena marcaba el inicio del turno, los trabajadores nos apresurábamos a hacer nuestros repetitivos trabajos, intentando desesperadamente mantener el ritmo que marcaban las carrocerías que pasaban ante nosotros, transportadas a rápidos tirones por la ruidosa cadena transportadora. La compañía siempre trataba de acelerar el movimiento de aquella cadena.
Una rabia contenida llenaba de tal manera el taller que, de vez en cuando, y sin razón aparente, de la garganta de cientos de trabajadores salía un horripilante lamento inarticulado que iba subiendo de tono hasta convertirse en un alarido desgarrador a medida que crecían el número y la cólera de quienes lo proferían y que, pasando de departamento en departamento, se iba perdiendo en la distancia y entre el rugido de las máquinas.
A medida que los coches pasaban rápidamente por delante de nosotros se suponía que debíamos prepararlos para el taller de pintura, eliminando las abolladuras e imperfecciones de la chapa, que debía quedar lisa. Pero las carrocerías pasaban volando, sin darnos tiempo a hacer un trabajo decente. Después de rebasar nuestros puestos de trabajo pasaban por delante de unos inspectores que marcaban con tiza los defectos que quedasen para arreglarlos después. Ocho o diez horas diarias de eso bastaban para insensibilizarnos a cualquier exigencia de “calidad” que se nos formulara.
En algún sitio había “directivos” —hombres con camisa blanca y corbata—. Pero casi no teníamos contacto con ellos.
El poder de estos hombres de camisa blanca procedía no solo de nuestra necesidad de ganar un sueldo, sino de su superior conocimiento de la fábrica y de sus metas, procedimientos o planes. Por el contrario, nosotros no sabíamos casi nada de nuestro trabajo excepto los pocos pasos preprogramados qu eran necesarios para hacerlo. Aparte de exhortaciones para trabajar con más celo, puede decirse que no recibíamos más información de la compañía. Éramos los últimos en enterarnos de si un taller o una fábrica cerraba sus puertas. No se nos daba información alguna sobre el mercado o la competencia. Y nada se nos decía respecto a nuevos productos que se fueran a fabricar pronto o sobre nuevas máquinas.
Se suponía que debíamos tener una fe ciega en que nuestros superiores sabían lo que hacían. (Pero como el declive de la industria automovilística estadounidense, deja entrever, no lo sabían). Lo que se esperaba de nosotros era que entráramos en la fábrica a la hora, que trabajáramos y que mantuviéramos nuestros músculos en movimiento y nuestra boca cerrada. Incluso con la presencia de un sindicato fuerte, nos sentíamos incapaces de protestar. Un impersonal “ellos” nos tenía atrapados en su poder. Eran los hombres de las camisas blancas. Los directivos. Durante nuestras horas de trabajo éramos ciudadanos de un estado totalitario.
Toffler, A. Plaza & Janes Editores (1990). EL CAMBIO DEL PODER (p. 246–247). Barcelona.
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